“Si no estás vigilante, los medios de comunicación te harán amar al opresor y odiar al oprimido”. Malcolm X disparó esta frase de enorme lucidez hace más de seis décadas, cuando el dominio mediático se entronizaba en el mundo como un factor de poder tan vasto y poderoso como los mismos estados nacionales.
Y hay que decir con toda claridad, que la injerencia que estos medios tienen en las causas judiciales es decisiva en los procesos. Si a su vez, esta intromisión se da a partir de la asociación del terrorismo mediático con la política, la capacidad de daño es mucho mayor.
Hoy los medios están cuestionados, y en ello ha influido su deleznable desempeño en la pandemia, en donde fueron la basa, la principal columna de la infectadura que se impuso en nuestro país entre el año 2020 y el 2022, donde todos nuestros derechos constitucionales fueron abolidos.
Nunca quedó más claro el poder corporativo y a que intereses responden la mayoría de estos medios de comunicación y sus periodistas ensobrados, amparados por una libertad de expresión desnaturalizada, que sirve para que gocen de absoluta impunidad ante sus fechorías amorales que nada tienen que ver con la difusión de información fiable.
Que la tecnología y las redes sociales estén permitiendo, especialmente después de la pandemia, la democratización de la palabra -antes hegemonizada por la dictadura mediática-, es algo que permite disminuir el poder corporativo y la desinformación masiva a la que nos sometieron estos medios durante décadas.
Si no se legisla respecto a la injerencia de los medios de comunicación en el abordaje que realizan sobre las causas judiciales, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la posibilidad de que haya justicia seguirá disminuyendo sustancialmente hasta desaparecer.
No es difícil establecer que, a los procesos ordinarios de la justicia, la influencia política, económica y corporativa en ellos, y su falseamiento o parcialización a partir de la intrusión mediática, deja poco margen para que los procesos judiciales sean guiados por estrictos criterios jurídicos, con la amenaza que ello significa para todos los integrantes de la sociedad.
Las grandes transformaciones que está produciendo la revolución tecnológica, que ha tenido una influencia decisiva en los cambios políticos, debe ser aprovechada para terminar con la hegemonía mediática, que a partir de su desnaturalización, sus ribetes corporativos de interés, y su vínculo con la política, se han convertido en una seria amenaza que puede hacer mucho más que convertir a una víctima en victimario, o a un victimario en víctima -en palabras de Malcolm X-, sino que logra pervertir el simple curso de la realidad en la percepción ciudadana a efectos de que el conjunto de la sociedad tenga la capacidad de entenderla y, sobre todo, que cuente con el juicio crítico adecuado a la hora de valorar lo realizado por los gobiernos y sobre todo la posibilidad de elegirlos a partir de un ejercicio pleno de libertad basado en información fehaciente.
Todas las garantías que nuestra constitución ofrece a los medios de comunicación, están relacionados a la prensa escrita, que suponía una responsabilidad moral del periodista, aunque no estuviera especificado en el texto constitucional. La aparición de la radio y especialmente la televisión, fueron posteriores a estos presupuestos constitucionales y no incluyeron regulación o contralor alguno. Y cuando estos textos fueron reformados o modificados, como en el caso de nuestra constitución en el año 1994, no cambiaron el eje o el concepto original de estos derechos y garantías para el periodismo acorde al avance de su poder, o precisamente por el lobby, poder e influencia que estos mismos medios ejercieron sobre los constituyentes.
La protección de las fuentes en cuanto a su secretismo, es una herramienta inmejorable para un periodismo sano, pero en las empresas de medios de comunicación corporativos con fines políticos y económicos específicos, resulta ser un elemento de impunidad absoluto para literalmente decir cualquier cosa, generar las mayores mentiras y encubrir operaciones bajo supuestas fuentes que en realidad son inexistentes.
Y que no se tenga la ingenuidad de afirmar que un posible damnificado puede accionar judicialmente para reparar su idoneidad, cuando en la mayoría de los casos los “periodistas” no son sancionados, y si existe la excepcionalidad de alguna sanción, esta es nimia tanto en lo penal como en lo económico.
El terrorismo mediático, tan asociado al macartismo verde que auspició la falsas denuncias y anuló cualquier cuestionamiento al feminismo radical en su caza de brujas, en igual proporción que ejerció su complicidad en el orden estalinista impuesto en la pandemia, fue y es mucho más que el llamado cuarto poder, porque los tres poderes del estado tienen claramente consignadas sus facultades y áreas de acción por parte de la constitución -que se circunscriben a la legislación de leyes, el impulso de la política nacional y la administración de justicia-, mientras que la influencia de las empresas de medios de comunicación, ejercen poder sobre todas estas cuestiones al unísono y a la vez, al punto que un ser humano puede comenzar el día como un ciudadano y concluirlo como un desaparecido social, un culpable de cualquier acusación en el curso de unas horas.
Nunca se dirá lo suficiente respecto a lo que le ha generado al país en general, a ciudadanos en particular, este poder sin control, mucho más dañino en tiempos modernos que los desvaríos de los gobiernos, que salvo que se trate de dictaduras, siempre tienen un control institucional o ciudadano.
Es hora de establecer que el verdadero Leviatán no es el estado, sino la prensa corporativa, a la cual se han sometido y a la que le han tenido temor las autoridades del propio estado.
Ciertamente esa influencia ha permitido un crecimiento exponencial de grupos corporativos mediáticos que trascendieron el ámbito de lo periodístico y ahora ejercen control, además, en la provisión casi monopólica de las comunicaciones e internet.
El Leviatán mediático es un agente que articula y cambia los humores políticos para sus intereses, pero que involucrado en los aspectos judiciales, sencillamente amenaza y destruye el debido proceso en las causas judiciales que abordan o se involucran por los intereses y objetivos que persiguen cualesquiera sean estos, casi siempre de índole política o económica.
Aunque internet se ha constituido en un contrapoder de los medios, también las redes sociales tienden a monopolizar el control de la palabra, con reglas arbitrarias que pueden suspender comentarios e incluso cuentas al antojo de sus dueños por reglas hilarantes lo suficientemente ambiguas para poder hacer desaparecer a un usuario de la noche a la mañana. No hace falta recordar lo que hacía Twitter y Facebook en tiempos de la infectadura sanitaria, donde censuraban cualquier opinión contraria a los lineamientos de la OMS o a cualquiera que cuestionara la cuarentena cavernícola que era un arresto domiciliario en la práctica. No podemos permitir que la dictadura mediática transicione hacia una tiranía de las redes sociales.
Internet debe abrirse cada vez más a propuestas y mensajes más plurales, desde plataformas cada vez más horizontales, que permitan literalmente que cualquiera pueda constituir una fuente de información, que luego será auscultado por el propio mercado, que es el conjunto de la gente.
Podemos estar seguros que de ello dependen nuestras libertades individuales, no solo porque eso garantizaría que estuviéramos bien informados, sino que pudiéramos tener un escrutinio efectivo respecto a cómo se conducen los gobiernos y todos los poderes del estado, especialmente la justicia, que tiene poder sobre nuestros bienes y nuestra sagrada libertad.





